martes, 29 de septiembre de 2009
Enrique II de Plantagenet, nieto de Guillermo el Conquistador, recibió una extraordinaria herencia que constituyó el efímero imperio angevino. De su madre recibió el reino de Inglaterra y los ducados de Normandía y Bretaña, su padre le legó los dominios de Anjou, Maine y Turena, y como dote de su esposa, Leonor de Aquitania, se hizo con todas las tierras situadas entre el Loira y los Pirineos.
Al ocupar el trono inglés (1154) era ya el señor más poderoso de Francia, sólo en teoría vasallo de los Capetos, que apenas reinaban sobre París y la región circundante. Una vez coronado, su primer objetivo consistió en combatir la anarquía feudal y afirmar su autoridad tanto en las islas como en el continente. Y para lograrlo recurrió a un estupendo colaborador, el formidable, Thomas Becket, al que nombró canciller real en 1155.
Regente de Inglaterra
Becket fue quien realmente gobernó en Inglaterra mientras el verdadero monarca pasaba la mayor parte del tiempo en sus dominios franceses. A él se debe gran parte de la amplia labor política y legislativa que permitió reducir la obediencia a los señores feudales e impulsar un gobierno centralizado.
En 1164 se promulgaron las Constituciones de Clarendon, que suprimían la inmunidad de los clérigos, restringían su derecho de apelación a Roma y limitaban la jurisdicción de los tribunales religiosos. Becket fue coherente con su cargo y manifestó una radical oposición, pues como prelado debía defender los derechos de la jerarquía católica.
Cuando el rey supo que el arzobispo proclamaba la superioridad de la Iglesia sobre los decretos de la corona, ordenó una persecución implacable. Becket tuno que huir a Francia tras ser condenado por traición, la respuesta fue amenazar a Enrique con la excomunión.
Durante seis años vivió retirado en coventos franceses, hasta que en 1170 regresó a Inglaterra. Ese mismo año, cuatro caballeros le asesinaron junto al altar de la catedral de Canterbury.
El crimén provocó la indignación de los católicos ingleses. Se decía que su tumba obraba milagros, e incluso llegó a producirse un conato de sublevación. Ante el clamor popular, el papa Alejandro III accedió a canonizarle en 1173.
Enqique negó las acusaciones que le señalaban como instigador y, para apaciguar los ánimos, tuno que someterse a penitencia pública y dejarse flagelar por los monjes ante el sepulcro de quien había sido su leal servidor y su pero adversrio.
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